mayo 31, 2008

Ficción: El violento ofcio de escribir



25 de Marzo de 1977

No se dónde está, ha desaparecido. Creo que se lo llevaron y no lo puedo encontrar. ¿Usted lo conoce? Me gustaría definirlo pero no sé bien cómo. Lo primero que se me ocurre decir es que era escritor. Pero también era investigador, descifrador. No, no quiero catalogarlo como si fuera un producto de supermercado. Usted me pide que lo describa pero sólo puedo ofrecerle una opinión. Claro que puedo hablar de él, porque nos conocimos bastante bien.

Era rápido en el trabajo, pero es posible que al principio eso no pareciera así porque se sentía un poco inseguro y jamás quedaba conforme hasta haber verificado todos los hechos. ¿Impaciente? ¿Insatisfecho? Puede ser, pero nunca perdía la esperanza de que las cosas se pudieran arreglar.

Es posible que pareciera lento, simplemente porque estaba haciendo su trabajo con minuciosidad. En realidad su mente trabajaba con una rapidez que nunca estaba reñida con un procedimiento cauteloso y metódico. Inventarios, censos, catálogos de las cosas que le habían preocupado (lo que hay, lo disponible), de la cosas que debieron haberlo preocupado (lo necesario, lo que hace falta). Todo eso lo tenía estructurado y después....la ejecución. Poner orden, que las cosas no se acumulen, establecer prioridades y tratar de escribir aunque sea media hora.

Sí, lo reconozco. Alguna vez, tuvo que terminar el año con el zapato izquierdo visiblemente roto, mil quinientos pesos en el bolsillo, incapacitado para hacer regalos y desganado para recibirlos. O si le quedaron mil cosas pendientes, postergadas o mal hechas, en un estado casi permanente de mal humor o de abulia, bueno. Tal vez tenía un poco alborotada su casa, su vida, pero se notaba que su mente no estaba alborotada. Él conocía el orden exacto de su aparente desorden, y sabía, sin duda alguna, dónde estaba cualquier cosa que pueda necesitar. Si en algún momento se había vuelto perceptiblemente descuidado era sólo un síntoma de desdicha emocional.

Porque en realidad siempre sabía bien qué hacer, tenía claro que debía ajustarse a un método de trabajo. Hace años que venía luchando por eliminar cosas que, para él, formaban una “infraestructura” errónea: la bebida, el cigarrillo, los malos horarios, la pereza y las postergaciones consiguientes, la autolástima, el desorden, la falta de disciplina; la consiguiente falta de alegría y de confianza. Y por eso, criticarlo no era conveniente dado que él era el primero en notar sus errores.

De todas maneras una vez me dijo que le parecía que había “mejorado” algo y que eso era lo que lo ponía de mal humor. Y eso era la política que se había reimplantado violentamente en su vida. Pero eso también destruía en gran parte su proyecto anterior, el ascético gozo de la creación literaria aislada, el status.

Este era un problema que involucraba su tarea como escritor y su relación con la literatura. La había dividido en dos etapas: aquella de sobrevaloración y mitificación (en la que ser escritor era una forma de ser, posterior y superior al ser hombre) y la más reciente, de desvaloración y rechazo. La primera había durado hasta 1967, cuando ya tenía publicados dos libros de cuentos y empezada una novela. La segunda empezó en 1968, cuando la tarea política se había vuelto una alternativa.

Y por más que exteriormente se mostrara capaz y sereno su angustia interior le carcomía alterándole la digestión y el equilibrio emocional. Es decir, todavía no encontraba la manera de conciliar su trabajo político con su trabajo de artista, y no quería renunciar a ninguno de los dos. Daba la impresión de tener ese grave dilema y de estar mentalmente luchando para resolverlo.

Todavía recuerdo sus palabras exactas:

“Es posible que, al fin, me convierta en un revolucionario. Empiezo a asimilar lo básico del marxismo y mi “nivel de conciencia” es hoy bastante mayor. Estoy mucho mas jugado. Es fácil trazar el proyecto de un arte agitativo, virulento, sin concesiones. Pero es duro llevarlo a cabo.”

Lo que sucedió después es que una vez en un café de La Plata donde se jugaba la ajedrez, se enteró de la revolución de Valle. ¿se acuerda usted? El gobierno nacional había ordenado fusilar a algunos hombres y lo hicieron, clandestinamente.

Me dijo: -Tengo demasiadas cosas para una noche. Valle no me interesa. Perón no me interesa, la revolución no me interesa. ¿Puedo volver al ajedrez?

Le pregunté si creía que podía y me contestó:

-Puedo. Al ajedrez y a la literatura fantástica que leo, a los cuentos policiales que escribo, a la novela “seria” que planeo para dentro de unos años y a otras cosas que hago para ganarme la vida y que llamo periodismo, aunque no es periodismo.

La violencia me ha salpicado las paredes, en las ventanas hay agujeros de balas, he visto un coche agujereado y adentro un hombre con los sesos al aire, pero es solamente el azar lo que me ha puesto eso frente a los ojos.

Seis meses más tarde, en el calor del verano, un desconocido le dijo “Hay un fusilado que vive.

Entonces se animó y empezó a investigar y relatar hechos tremendos. Salió, se metió en el barro, en la vida de los personajes clandestinos, de los que están fuera de la ley , de la gente que para el Estado no tiene historia sino prontuario, de los que no tienen la voz (no se la quieren dar) y fue más lejos que la ‘gran prensa’ y que la misma justicia. Yo estaba segura de que no iba a volver al ajedrez después de todo lo que me había contado, después de todo lo que había atestiguado.

-Tiene que ser posible recuperar la revolución desde el arte. Sentirse y ser un escritor, pero saltar desde esa perspectiva el cerco, denunciar sacudir, inquietar, molestar. El libro tiene que ser una denuncia. ¿Podré?

Siempre me preguntaba eso.

Quizá me impacientara, más de una vez, su actitud crítica y su costumbre de buscarle cinco patas al gato, pero no me hacía mal dejarme formar un poco por él. Siempre quería hechos y quería saber el por qué. Era una mente inquisitiva y minuciosa. La autodisciplina era parte de su naturaleza.

Por eso quería investigar esas cosas tremendas. Y escribirlas. Pero había que darle una vuelta, no bastaba con una simple representación de los hechos. Había que presentarlos. Escribir lo que se resistía a ser escrito, comprometerse más.

-¿Para qué?, le pregunté.
-Para darlos a conocer en la forma más amplia, para que inspiren espanto, para que no puedan jamás volver a repetirse, me contestó.

La llamada del deber era demasiado insistente para permitirle alguna frivolidad. Pero ¿cómo? Él decía que las ideas hermosas se le ocurrían justamente cuando no podía escribir, que no venían nunca cuando se sentaba a la máquina. Yo no opinaba lo mismo.

-Hay dos formas de hacerlo,-me dijo una vez - y yo elegí la peor: no dejar la página hasta no considerarla agotada.

Pero, ¿de dónde partía para escribir? Nada más que de sus convicciones, nunca de consignas que, según él, separaban formalmente a los escritores de la revolución despojándolos de responsabilidad y participación en el proceso.

Veía, sin embargo, una dificultad en integrar toda su experiencia en una novela. Le molestaba el sentimiento de impotencia que eso producía. Porque estaba esa posibilidad, casi desesperada, de empezar con todo y crear un monstruo. De vez en cuando tenía esos momentos de duda: ¿Para qué hacía todo eso?, ¿Valía la pena? ¿Servía para algo? ¿Era útil lo que hacía?

-Me está faltando coraje. Lo que sucede es que me paso al campo del pueblo, pero no creo que vayamos a ganar.

Después lo pensó mejor:

-Pero si yo soy el primero a convencer de que la revolución es posible. Y esto es difícil en un momento de reflujo total, en que se me han acumulado el proyecto “burgués” (la novela) y el proyecto revolucionario (la política, el periódico, etc.)
Si distingo con claridad, si analizo bien, si creo métodos aptos de trabajo: todo esto tiene solución.

Y entonces escribió Operación Masacre. Para él era una excepción, no estaba concebida como literatura, ni fue recibida como tal, sino como periodismo, testimonio. Volvió a eso con Rosendo, porque encajaba con la nueva militancia política. Quería redimir lo literario y ponerlo al servicio de la revolución para lograr la toma de conciencia colectiva que tenía que estar en la cabeza de la gente.

Lo que importaba era el proceso que había pasado por él, la historia de cómo él había cambiado y habíamos cambiado los demás y el país. Quería fijar algunos datos de nuestra experiencia como pueblo, de nuestra empresa colectiva, de las mejores vidas volcadas en eso pero también quería construir su privilegio. Según sus palabras, no había podido superar esa contradicción.

Pero había descubierto un arma, la máquina de escribir.

-Según cómo la manejás, es un abanico o es una pistola, y podés utilizarla para producir resultados tangibles, y no me refiero a resultados espectaculares, como es el caso de Rosendo, porque es una cosa muy rara que nadie se la puede proponer como meta, ni yo me lo propuse, pero con la máquina de escribir y un papel podés mover a la gente en grado incalculable. No tengo la menor duda.

Me quedé con esas palabras, con esa imagen comprometida. Con el escritor responsable, que no se lavaba las manos, que no podía permanecer indiferente ante una realidad tan injusta. Con sus dudas, sus incertidumbres, en fin, como el hombre que se animaba. Aunque soñaba muy pocos sueños imposibles, era frecuente que presentara un rasgo incongruente: parecía un fascinante soñador, como si estuviera envuelto en ese mismo arco iris en el cual su mentalidad lógica se negaba a creer. Así, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso de dar testimonio en momentos difíciles.

Ah, me olvidaba. Se llamaba Rodolfo Walsh.

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